5.04.2009

LUCERO, TORO DE LIDIA.

Por IVÁN SÁNCHEZ PETTIT.

CAPÍTULO I.

EL NACIMIENTO. LA VIDA

Comencemos este relato recordando que hace poco más de dos mil años, según cuenta nuestro Libro Sagrado en Hechos de los Apóstoles, Saulo de Tarso, joven judío persecutor de los cristianos, presenció la muerte por lapidación del Apóstol Felipe, muerte con la cual él estuvo de acuerdo; “... respirando amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se llegó al sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de traer presos a Jerusalén a todos cuantos encontrara adictos al Camino , hombres y mujeres...”

Sucedió que, mientras iba caminando, al acercarse a Damasco, de repente lo envolvió una luz del cielo; caído en tierra, oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. EL dijo: “¿Quien eres señor?”. Y Él: “Yo soy Jesús, a quien tu persigues. Pero levántate, entra en la ciudad y te dirán lo que has de hacer...Se levanto, pues, Saulo del suelo y aunque tenía los ojos abiertos nada veía… Estuvo tres días sin ver, ni comía ni bebía. Ya en Damasco el Señor dijo a Ananías en una visión que buscara a Saulo y le impusiera las manos para que recobrara la vista, así lo hizo y le dijo: “Hermano Saulo, el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino que traías, me ha enviado para que recobres la vista y quedes lleno del Espíritu Santo”. Y al instante cayeron de sus ojos como unas escamas, recobró la vista y fue bautizado. En los días siguientes predicaba en las sinagogas a Jesús, diciendo que éste era el Hijo de Dios. En adelante, adoptó la versión grecorromana de su nombre, Pablo, y devino en un anunciador entusiasta del evangelio de Jesús a los judíos y sobre todo a los paganos, llegando en poco tiempo a ser el gran misionero cristiano de esas primeras etapas, fundando y consolidando numerosas comunidades cristianas.

Poco más de dos mil años después de haberse sucedido los hechos narrados en el relato bíblico, nació en Venezuela, en la Hacienda Los Andresitos, ubicada en el sur del Estado Aragua, un hermoso ternero, tan hermoso como el de la canción de Simón Díaz que expresa: “La vaca Mariposa tuvo un terne, un becerrito lindo como un bebe...”.

El primer recuerdo del bello ternero fueron las suaves caricias que le hicieran las manos de un humano, enfundadas en guantes de látex, que lo ayudaron a salir del vientre materno, lo recibieron y lo subieron hasta los brazos que lo acunaron, luego lo acercaron, así cargado, a la boca de la madre quien lo lamió y lo lamió hasta quitarle totalmente los restos de líquido amniótico y las trazas de sangre resultantes del alumbramiento. ¿Que le resultó mas dulce, los brazos que le acunaban o la lengua de la madre?, no sabría decirle, aquellos brazos, luego supo que eran del veterinario, lo acariciaban tanto, que sentía que las caricias eran los mimos de un padre, compitiendo con los lambetazos de la madre. Sentía que la vida se abría ante él, promisoria, todo parecía sonreír, después de limpiarlo bien lo dejaron con su madre en el establo, en una cuadra especialmente acondicionada para los dos,! como durmió esa noche!, más bien, lo que quedaba de ella, había llegado de madrugada, pero allí habían estado los humanos, pendientes, esperándolo, ayudándolo a salir. Muy temprano, en la mañana, llegaron dos humanos diferentes, trabajadores de la hacienda, el tuerto Pedro y Juan Machete, tomaron a su madre por el ronzal y la hicieron levantarse colocándolo a él, en posición de mamar, se pegó de la ubre de su madre, todavía temblorosas sus cuatro patas, y, hocicazos van, hocicazos vienen, succionó toda la leche que le vino en gana, leche tibia, clara, blanca, sabrosa, succionó y succionó bajo la mirada amorosa de su madre, hasta que totalmente satisfecho se despegó voluntariamente, entonces el tuerto Pedro los condujo a ambos fuera del establo, a su madre tirando del ronzal y a él que la seguía, ¡Que cosa más agradable!, el sol apenas comenzaba a asomarse en el horizonte y parecía que era un inmenso disco de fuego que se elevaba perezosamente, sus rayos le llegaban suaves, tibios, acariciadores, el fresco de la mañana se disipaba y aquella agradable sensación de calor recorría lentamente su cuerpo, lo invadía. La llanura era impresionante, toda sembrada de pastos verdes todavía húmedos por el rocío de la noche, el cielo, una vez que levantó el día, completamente azul, sin nubes, un azul claro, limpio, nítido, iluminado por el sol, las aves volaban a su alrededor, parecían saludarlo, y el mugido largo, sonoro de las vacas y toros de los diferentes establos, todos pastando, le dieron la bienvenida, todos parecían brindarle amor, y hasta Juan Machete, de cara seria, con una cicatriz que le recorría toda la mejilla izquierda, desde la comisura del labio a la oreja, parecía sonreír. Más tarde, ya con el sol caliente vino nuevamente el veterinario, se puso a acariciarlo mientras lo revisaba meticulosamente, en eso estaba cuando llegó otro señor, el dueño de la hacienda, su dueño, el doctor Andrés, quien al verlo dijo:-- salvo ese lucero en la frente no tiene otro pelo blanco, es cien por ciento negro, lo llamaremos Lucero; en efecto, de la testuz a la cola, el cuerpo todo y las patas era negro azabache, como su madre y su padre, un negro precioso, brillante, terso, el hocico fuerte, grueso, voluntarioso, los belfos firmes, los ojos profundos y desafiantes, y sobre ellos, al medio de la frente, aquella pequeña luna blanca, redonda, luminosa, parecía captar la luz y reflejarla, por si sola parecía ser capaz de iluminar una pequeña sala.

La vida transcurrió para él durante los dos primeros meses de su vida, bajo la rutina descrita, a las seis de la tarde llegaba la hora de dormir, junto con su madre lo llevaban sus cuidadores al establo, donde se echaba sobre un grueso pajonal que a tal efecto disponían éstos, todos los días, paja fresca, limpia, era una delicia acostarse sobre ella y pasar la noche soñando con lo hermoso de la vida y el amor de los humanos, en la mañana, al despertarse, pegarse de la ubre materna, hocicar, succionar, chupar, mamar hasta más no poder, quedaba tan saciado que Juan Machete y el tuerto Pedro se reían y decían que se le iba a reventar la barriga, se felicitaba a sí mismo por ello, le habían contado que a la mayoría de los becerros, en otras haciendas, no los dejaban tomar toda la leche que quisieran, sólo unos minutos de succionar las ubres y luego apartarse; el resto de la leche la echaban los humanos en un balde para luego consumirla los propios humanos, el becerro siempre quedaba con hambre, no era su caso; luego de mamar salir como dando tumbos, como caminando ladeado por la llenura hacia los pastos, sentir el sol en su lomo, la humedad del rocío en sus cascos, escuchar el canto de las aves, el mugir de la vacada, y un día, luego de cumplir los dos meses animarse a probar aquella hierba verde que comían los adultos, su madre lo incitó acercando su boca a la de él, verde, olorosa a naturaleza, aquel aroma lo enloqueció, era una fragancia tan delicada, como un perfume, que no pudo resistir la tentación y probó, arrancó un poco, poquito, con sus dientes y cuando lo sintió en su boca lo masticó lentamente, reconcentradamente, con fruición, ¡que placer!, que sabor tan exquisito, era como sentir en su boca todo el gusto de la tierra mojada y de la naturaleza, no podría explicarlo pero la leche la pareció insípida al compararla con aquel manjar, tan delicado que debió rumiarlo y luego de masticarlo por segunda vez y tragarlo definitivamente se preguntaba ¿por qué los humanos no consumían ese pasto?, o ¿eran tan buenos que lo dejaban para ellos?. Pasar el día entero remoloneando por aquella parte de la sabana, en un dulce y tranquilo no hacer nada, masticar y rumiar el pasto, y por ratos, por ocio mamar una ubre y vuelta a dormir, ¡la vida era bella!.

Los días fríos, sus humanos lo hacían permanecer en la cuadra, el establo era climatizado, de forma que se pasaba el día en un agradable sopor producto del calor controlado, le llevaban pasto fresco, recién cortado, ligado con un liquido espeso y dulzón llamado melaza, era aún más rico que el pasto, pero salir a pastar era delicioso, aquel estirar de piernas, el rascarse el lomo y los laterales contra un árbol aislado o contra su madre o cualquier otro miembro del rebaño, retozar un poco con los becerros de su edad, en fin ¡ ¡ vivir ! !.

Semanalmente lo visitaba el humano que más quería, el que lo ayudara a venir al mundo, el veterinario, los cuidadores lo llamaban doctor Saúl. Era Saúl un hombre cariñoso, apacible, bondadoso, siempre alabándolo, le acariciaba la testuz y le decía –Lucero, cada vez estas más bello, vas a ser un hermoso ejemplar -, le abría la boca y revisaba sus dientes y sus muelas, le alumbraba la garganta con una luz que salía de un pequeño palo (luego supo que se llamaba linterna), limpiaba sus oídos y sus orejas, casi siempre le hacía un mínimo piquete que él ni sentía y que los cuidadores llamaban inyección, le daba unos caramelos redondos que llamaba vitaminas, todo ello, según decía, para que creciera fuerte y sano, y luego escribía en una libreta que llevaba su nombre: Lucero. Hacienda Los Andresitos. Antes de marcharse nuevamente lo acariciaba y daba instrucciones al tuerto Pedro y a Juan Machete: –no olviden bañarlo todos los días y cepillarle el pelo, que no se le monten garrapatas ni pulgas, cualquier cosa extraña que me avisen-. ¡Como lo quería! ¡Como se preocupaba por él! Sentía que en el doctor Saúl había encontrado un amor sincero, claro!, era su padre, parteó a su madre y lo trajo al mundo, acariciándole desde el primer momento, y siempre pendiente de él. ¡Mas feliz no podría haber sido!

Más espaciadamente que el doctor Saúl, lo visitaba el doctor Andrés, su dueño, también lo acariciaba y comentaba que aquel estaba haciendo un buen trabajo; Lucero lamentaba no poder hablar con el lenguaje de los humanos, en su confusión, de haber podido, le hubiese dicho –¡no es trabajo, es amor, es mi papá !-

A los seis meses de edad comenzaron paulatinamente a apartarlo de su madre, no le agradó mucho pero tampoco le pareció extraño, ya había visto que otros becerros al llegar a esa edad eran separados, aparentemente para que la leche no les hiciera daño, según escuchó les creaba lombrices. Lo bueno del asunto fue que le dieron una cuadra para él sólo, tan amplia como la anterior pero más acogedora, el calor del radiador que climatizaba el establo se sentía allí un poco más, de manera que sus noches eran totalmente cálidas, no resintiéndose por tanto de la perdida del calor del cuerpo de su madre; por otra parte, en la primera semana siguiente al cambio, el doctor Saúl, que en su confusión mental consideraba su papá, lo visitó tres veces, en la tres oportunidades se quedó con él durante mucho rato, conversándole, acariciándole la cabeza, y, por primera vez pasándole las manos por la unión de las patas con el cuerpo, en una especie de masaje muy placentero, lo frotaba en la zona con una fricción que producía un calor sumamente grato y que según le dijo era para fortalecer los músculos. Comenzaron las mañanas apartado de su madre, formando parte de un grupo de becerros como de su misma edad, con los que correteaba por la sabana, siempre bajo la mirada atenta de los cuidadores, llamándole la atención que si bien los machos siempre tenían cuidadores pendientes de ellos, las hembras no eran objeto del mismo interés pero pensaba que al ser macho era superior.

El tiempo continuó su curso, llegaron las lluvias y las salidas disminuyeron, no así los cuidados, por el contrario, se incrementaron; el tuerto Pedro y Juan Machete poco menos que se turnaban para atenderlo, le ponían mantas en el lomo para que no se fuese a resfriar, el doctor Saúl incrementó las visitas y con ello se incrementaron los pinchazos: vitaminas y diferentes vigorizantes entraban a su organismo en cada uno, lo pesaban semanalmente, lo caminaban dentro del establo, le daban masajes en las patas para evitar entumecimientos musculares, lo más llamativo era que Saúl antes de irse, acariciándole, le daba unos terrones de algo que luego supo se llamaba azúcar y que dejaba en su boca un sabor dulce delicioso. Si escampaba un poco durante el día lo sacaban a pastar, pero al menor asomo de lluvia lo regresaban rápidamente a la cuadra. En esos días lo que verdaderamente extrañaba era el canto de las aves, especialmente del carrao y las paraulatas, así como el grito lejano de las guacharacas, y, por supuesto, el retozo cordial en los corrales.

Al cesar las lluvias ya era un torete de más de un año, con peso de cuatrocientos treinta kilos, sus cachos que unos meses antes apenas despuntaban habían aflorado con potencia, permitiéndole practicar juegos rudos con sus amigos, era un magnífico ejemplar; con la primavera llegaron las flores y con las flores le llegó el amor: había una vaquilla zaina, más o menos de su edad, lo sabía porque muchos días habían pastado y retozado juntos, nunca la tomó en cuenta como hembra, tampoco había sentido nunca el llamado de su propia virilidad pero había un olor..., no era realmente el de las flores, no era el del pasto renovado, no era el olor del agua clara y limpia del arroyo que cruzaba la hacienda y en cuya margen se encontraban pastando, no era el olor a tierra fresca... era un olor a vaca, a hembra, a sexo, instintivamente intentó hacerla suya, ella ladeo la cola, facilitando la penetración, y el saltó sobre su lomo, afincándose con sus patas traseras, su sexo emergió erecto y cuando ya estaba a punto de hacerla suya y saciar aquel deseo que lo consumía sintió que un lazo rodeaba su cuello y de seguidas un tirón que lo hizo bajar del lomo de aquella vaca que lo había enloquecido, el tuerto Pedro y Juan Machete lo halaban con fuerza, y por más que se resistió tuvo que ceder puesto que sentía que aquel lazo lo asfixiaba; camino al establo los escuchó hablar y entendió que la orden era del doctor Saúl, según el cual debía evitarse que Lucero saltara a las vacas porque perdería fuerzas y energías; bien, si era una orden del doctor Saúl, de aquel humano que tanto lo quería, la cumpliría sin protestar, sin rebelarse contra ella, ¿quién sino el doctor Saúl lo había atendido?, ¿Quien más que él había estado pendiente de sus medicamentos, de su salud, de su cuidado?, si bien sus cuidadores también habían colaborado, lo hacían por instrucciones directas del doctor Saúl quien en su mente era su padre, el humano que más lo amaba y a quien él más amaba, si decía que no debía saltar la vaca, pues no lo haría. La resolución de obediencia a las indicaciones del doctor Saúl fue difícil de cumplir, sobre todo en las noches cuando el viento soplaba, sentía que el olor de ella, llegaba hasta su cuadra, su nariz vibraba, aleteaba, parecía tener vida propia extendiéndose sola tras aquellos ondulantes efluvios, sus testículos se hinchaban e incluso un par de veces un gemido involuntario salió de su garganta, sus cuidadores, el tuerto Pedro y Juan Machete se reían y comentaban que estaba cachondo. Apartando el hecho de haberle impedido dar el salto y haberlo tironeado con la cuerda, todo era felicidad total, a los pocos días la vaca que intentara saltar, su amiga, ya no tenía el olor aquel que lo había desquiciado así que volvieron a sus retozos de jóvenes.

Lucero notaba que a medida que continuaba pasando el tiempo y que el se hacía más grande y más fuerte, las vacas adultas del rebaño comenzaban a mirarlo con tristeza, no se explicaba porqué, no estaba enfermo, estaba en la plenitud de la vida, con unos cachos ya bien definidos, hermosos, grandes, brillantes, agudos, enhiestos y era feliz pero también se dio cuenta que los toros más fuertes y entrados en años de la manada, llamados toros de cría, cuando los llevaban a dar un salto se maldecían a si mismos por no poder resistir sus propios instintos: el del salto, el de la monta, el del sexo, el de la perpetuación de la especie: ¿perpetuación?. ¿Porque no les gustara procrear más toros para el mundo, con los humanos que tanto nos quieren? Se preguntaba

Se preguntaba porqué todos lo veían con tristeza, como con pena, como compadeciéndose de él que se sentía tan feliz; todo el verdor de la naturaleza le era ofrecido, se bañaba en sol en las mañanas, pasaba el día remoloneando al margen del arroyo que lo arrullaba en su modorra, y en las tardes, antes de dormir, lo bañaban y le cepillaban el pelo, él diría que hasta lo adulaban, dormía fresco y por la climatización del establo no sufría ni de calor ni frío en las noches, le parecía que en las mañanas hasta las gallinas lo miraban con lastima, con ternura, con piedad... definitivamente no entendía. Por esos días el doctor Saúl lo había visitado en compañía de un amigo y éste había comentado que se perfilaba como un magnífico toro de lidia, esto no le quedó claro, el era un toro de Andrés, del doctor Andrés, de su dueño, quien era esa Lidia, se preguntaba, luego al rememorar la escena y ver la cara de satisfacción del doctor Saúl, pensó que Lidia seguramente sería la esposa de éste, su futura nueva mamá, él sería como un regalo, y se quedó tranquilo pero a partir de ese día amó más profundamente al doctor Saúl, pues habiendo sido separado de su madre de vientre, su papá Saúl le conseguiría a mamá Lidia.

Se aproximaba a los dieciocho meses, año y medio, fuerte, muy fuerte, robusto, imponente, hermoso, amado de todos, el lucero de su frente brillando más que nunca, un ejemplar cercano ya a los quinientos cincuenta kilos de peso, cuando un día el doctor Saúl, el doctor Andrés y otro señor al que le decían empresario, se acercaron hasta su cuadra, con una sola mirada, éste ultimo lo evaluó y dijo: –me sirve, es un bello ejemplar, será el mejor del espectáculo, cuando cumpla los dieciocho meses me lo llevan, participará en la Corrida de La Prensa a celebrarse en la Maestranza de Maracay y estoy seguro que será de los que procuren la mejor faena-. Se sintió lleno de gozo, lo iban a llevar a protagonizar un espectáculo, ¿quien diría que iba a ser artista?, por lo que escuchó sería el mejor y para mayor contento correría... pondría su mejor empeño para ganar esa carrera, sobre todo porque era para la prensa, allí seguramente estarían periodistas y fotógrafos y el sería la noticia más destacada del día siguiente. Y aún le quedaban casi treinta años por delante para consolidar su carrera artística. Treinta años, treinta años más de vida, de esa hermosa vida junto a los humanos que tanto lo cuidan y que tanto lo quieren… Cuando se estaban retirando el doctor Saúl se retrasó un poco y le dijo: –te felicito Lucero, sabía que ibas a deslumbrar al empresario, me siento tan orgulloso de ti; y tuvo ganas de gritar de júbilo, y tuvo ganas de llorar de alegría, y tuvo ganas de abrazarlo, sus belfos se hincharon de satisfacción, sus ojos brillaron de emoción, aproximó el testuz a aquel humano que tanto amaba y lo empujó suavemente con el y, en un impulso desconocido, tiernamente le lamió las manos y la cara.

Al siguiente día, cuando salió a pastar en la mañana, la sensación de lastima de los otros animales se hizo mayor, ominosa y al pasar delante de su madre biológica le pareció que ésta, botaba una lágrima, densa, triste y en el mudo lenguaje de madre e hijo le daba su bendición.

CAPÍTULO II.
EL ESPECTÁCULO. LA MUERTE

Y llegó el momento..., una mañana, más temprano que de costumbre, aún no clareaba, el tuerto Pedro le pasó un lazo por la cabeza y lo invitó a seguirlo con un leve halón de la cuerda, dócilmente obedeció aunque no sabía por qué lo sacaban a esa hora, todavía cabeceando de sueño pero acostumbrado como estaba a recibir todo el tiempo atenciones no le dio importancia al hecho y caminó tras el humano, ¿como imaginarse que iba a enfrentarse con su destino?

No lo dejaron pastar, no le importó, total era tan temprano que aún no tenía hambre, el tuerto Pedro lo encaminó hacía una camioneta con un remolque y lo hizo subir a este último, era bastante cómodo, individual, sólo para él, lo suficientemente amplio para que estuviese cómodo y lo suficientemente estrecho para que se mantuviese parado y no se cayera. El vehículo arrancó y él sintió una sacudida, menos mal que el remolque evitó la caída, por primera vez iba a saber lo que era viajar, le entristecía sin embargo que no hubiese estado allí su amado doctor Saúl para que lo hubiese visto, pensaba que era un paseo corto, un premio a su docilidad, en ningún momento imaginó que era una separación definitiva, papá no lo dejaría ir sin despedirse, era un pensamiento inconcebible, tampoco lo despidió el tuerto Pedro y ni siquiera lo acompañó al vehículo Juan Machete..., definitivamente era un paseo. Cuando el vehículo comenzó a alejarse del establo escuchó, sin embargo, como un mugido colectivo, largo, triste, afligido, melancólico, desconsolado, parecían decirle ¡adiós Lucero!, ¡que todo pase rápido !, !que sufras lo menos posible!, ese mugido lo acompañó minutos, mientras se alejaba lo seguía, no se explicaba, si se iba de paseo ¿porqué lo despedían?, y ¿porqué con tanta tristeza?, ¿que sabían que el no supiese?; rápidamente se olvidó de aquello, en su inconsciente juventud iba pletórico de dicha, el viento refrescaba sus ijares y su lomo, el aire puro de la madrugada era tan agradable que lo respiraba con rapidez, como para que no se le fuera, vio pasar varios poblados, parecía que eran ellos los que viajaban y pasaran delante de él, no se explicaba porqué nunca lo habían sacado a pasear, rodaron un buen trecho, y ya cuando comenzaba la aurora a teñir de rosado el techo celeste, entraron a un poblado muy grande, una ciudad que comenzaba a despertar, los madrugadores lo miraban al pasar y comentaban entre ellos su hermosura, alcanzó a escuchar a uno: –con toros así no me pierdo esa corrida, no importa lo que cueste-. Se inflamó de orgullo ¡como lo admiraban! Casi enseguida el vehículo penetró en un edificio circular, alcanzó a ver un letrero donde estaba escrito: Maestranza de Maracay, en letras muy grandes, ya había escuchado el nombre, aquella vez en que el doctor Saúl conversó con el empresario, en esa oportunidad no le prestó importancia pero al recordar que habían acordado que lo enviarían allí para la corrida, comenzó a preguntarse si ese era el día de su debut, ¡ah!, pensaba, seguramente Saúl me estará esperando aquí, me quiso dar una sorpresa, ya lo entendí y además de artista como que voy a ser maestro; lo ayudaron a bajar del remolque, el chofer y un desconocido, reculando, halándolo suavemente con la cuerda que enlazaba su cuello y, una vez en el suelo lo encaminaron hacía una pequeña habitación oscura, lúgubre, húmeda, mal oliente, trató de resistirse al ver aquella cuadra tan fea, tan desaliñada, totalmente inadecuada para él que siempre había disfrutado de lo mejor, pero cuando intento retroceder, observó que el desconocido pegaba de sus ancas la punta de una especie de bastón metálico y de inmediato sintió una descarga eléctrica que lo hizo brincar hacia adelante a la par que un pequeño chorro de orine le salía involuntariamente, ¡casi se desmayó del susto!, no fue el dolor, fue el susto...El espacio era apenas más grande que el remolque, allí no podría echarse, solo estar parado y, para colmo de males, apenas entró allí, otro humano, colgado de una viga en el techo, le puso con rapidez y destreza una capucha negra en la cabeza, quedó ciego, no podía ver nada, el sitio oscuro y la capucha negra impedían casi totalmente el paso de luz, por lo menos tenía dos orificios en el extremo que le permitían respirar con cierta libertad; no entendía nada, ¿donde estaba el doctor Saúl?, ¿donde el doctor Andrés?, ¿donde estaban sus cuidadores?, con seguridad ninguno de ellos sabría esto, lo que le estaba pasando era terrible pero, con certeza, pensaba, vendrían prontamente a poner fin a esa situación, ¡tenía que haber una equivocación! El tiempo continuaba pasando, supo que era de día gracias a que un mínimo vestigio de luz se filtraba por los orificios de la capucha y supo que era de noche cuando ya no hubo la más mínima, todo un día sin comer ni beber, parado, sin echarse, debilitándose, cansado, y así el día siguiente y el amanecer del tercero; él sabía que siempre al tercer día llegaban los buenos momentos, había escuchado a los trabajadores de la hacienda hablar de un humano que murió y al tercer día había resucitado, conocía la historia de Saulo, que luego de estar ciego tres días había recuperado la vista, recordaba una cita que expresaba que a la tercera va la vencida, y así, en su desvarío, desorientado por tres días sin luz, mareado de hambre, sin agua, sin comida, se aferraba a la esperanza de que - hoy si vendrá papá a rescatarme-, ya tiene que haber descubierto la traición del tuerto Pedro, con razón no estaba Juan Machete cuando el infame me entregó, por eso me sacó de madrugada y así, todo un rosario de pensamientos que pasaban por su mente, el hambre le atenazaba el estómago, los cuatro estómagos de los rumiantes, panza, bonete, barriga y cuajar, todos a una gritaban comida, comida, su garganta reseca por tres días sin agua no podía ni siquiera tragar su propia saliva, por lo demás no tenía, estaba seca, su lengua estaba hinchada, exageradamente inflamada, sus rodillas se doblaban por la debilidad pero ni siquiera podía echarse, así que continuaba erguido, ¡con que gusto se hubiese echado en la paja de su cuadra!, para su sorpresa, no vino nadie a rescatarlo, por el contrario sus penas se incrementaron, mientras dejaba vagar su pensamiento por las sabanas y corrales de la hacienda, sorbiendo agua del arroyo y masticando pasto fresco, algo cayó sobre su cabeza, algo muy pesado, cayó una y otra vez, veinte, veinticinco kilos, como de arena, como contenidos en una bolsa, le golpeaban seguido, imposible determinar cuantas veces y por cuanto tiempo, pudieron haber sido veinte, treinta, cuarenta veces, minutos u horas, no podría determínalo, solo sabía que su cuello se inclinaba en cada golpe, estaba aturdido, en uno de los choques la bolsa se desvió o fue él quien movió la testuz y le golpeó uno de sus cachos, el dolor fue insoportable, sintió como que se lo arrancaban y emitió un mugido angustiado, penoso, impresionante, sintió que un hilo de sangre corrió por su frente hasta el lucero que se tiñó de rojo, algo estaba mal, muy mal, ¿lo habrían abandonado?, se resistía a creerlo, sus humanos lo amaban y desesperadamente estarían buscándole, en su desvarío ya no hablaba del doctor Saúl, era definitivamente su papá y - ¡ papá Saúl no descansaría hasta dar con él! -

Como en una pesadilla escuchó trompetas y el anuncio del desfile de algo que llamaban la cuadrilla, como no sabía de que se trataba no le prestó mayor atención, además el dolor, el hambre, la sed, el aturdimiento, el asombro, la perplejidad y la desorientación no le permitían concentrarse en nada que no fuera sus propias sensaciones, luego, a los pocos minutos le quitaron la capucha y abrieron un portón de la especie de cuadra en la que lo tenían, el sol de mediodía le golpeó directamente los ojos, después de tres días sin ver luz quedó como ciego, sacudió la cabeza intentando fijar la vista y volvió a sentir el corrientazo que sintiera tres días antes, esta vez no se orinó, no tenía como, nada había en su vejiga luego de tres días sin nada que beber, sólo saltó hacia adelante, por instinto, debía alejarse rápidamente de aquel bastón, corrió sin ver adonde y escuchó como a una multitud de humanos que gritaba y aplaudía, se detuvo rascando el suelo, era como una arena, fue una reacción natural para estirar los músculos de sus patas, mientras tanto fue recobrando la visión y aunque aún no los fijaba bien, sus ojos lacerados por los rayos de aquel sol inclemente le permitieron ver algo: estaba en el borde exterior de un circulo de tierra amarilla, de granos muy finos, como arena; rodeando el círculo una construcción también circular, muy alta, escalonada, con muchos bancos en cada escalón, ocupados totalmente por humanos que gritaban, aplaudían, reían y tomaban licores, hombres y mujeres y creyó ver hasta niños, todos con las caras rojas por el sol y la bebida, muchos, miles; en eso estaba cuando de pronto llegó a su nariz el olor de un caballo, volteó a mirar y lo vio, efectivamente un caballo venía hacia él, lo montaba un humano que exhibía en su mano derecha una vara muy larga que en su extremo tenía una punta de metal, dirigió su cabalgadura hacía donde él estaba y de pronto, sin aviso, con una crueldad inesperada clavó aquella punta afilada pero gruesa, en su costado derecho, diez, quince centímetros de hierro penetraron sus carnes, pasaron entre sus costillas y rasgaron varios músculos y ligamentos, el dolor era insoportable, el jinete, no conforme con la agresión que le hiciera movía aquel hierro puntiagudo dentro de él, causándole mayor daño, no podía más, sintió el deseo de huir, de correr hacia atrás, pero él era un toro, los toros no huyen y embistió, con aquel profundo dolor, arremetió contra el caballo, impensadamente, irracionalmente, instintivamente, no pudo llegar, la vara lo mantenía a distancia, y aquel humano, sanguinario la sacó y volvió a clavar dos veces más, era una carnicería, hubiera querido gritar ¡Dios mío, que pasa, ¿por qué lo permites?!, ¿porque nadie me ayuda? ¡Mujo de dolor y desesperación pero nadie escucha! la sangre tiñó de rojo todo el costado, sus heridas eran como ríos que hubiesen hecho deltas y se desparramaran por todo su pelaje, el negro se hizo rojo y la arena en parte también, cuando el caballo se retiró alejándose ya no tuvo coraje para embestir, estaba tan débil que sus patas temblaban mientras sentía que se desangraba, no deseaba moverse, cada movimiento ocasionaba un dolor intenso, mientras tanto los humanos aplaudían, pensaba que lo aplaudían a él por haber intentado defenderse y haber logrado que caballo y jinete se alejaran, a pesar de tanto dolor y desconsuelo, sintió dentro de él orgullo de raza, no era fiereza, era defensa propia, de pronto un movimiento y un llamado ¡Toro, toro! le hizo girar la cabeza, allí estaba un humano, parado como a diez metros de él, con una ropa ajustada, brillante, que reflejaba los rayos solares y contribuía a cegarlo, con un trapo rojo que desde la altura del pecho hasta los pies agitaba ante sus nublados ojos, parecía que se burlaba de él con aquel trapo, un trapo rojo sangre, del mismo color que la que él perdía, no quería seguir viéndolo, quiso alejar de su vista aquel color, aquella herida, y corrió hacia el, hacia el trapo, para eliminarlo, corrió como lo hacen los toros, mirando hacia abajo, hacia la tierra y así embistió, no supo donde se había ido aquel odiado trapo, pasó de largo y se detuvo como a diez metros al darse cuenta de que había embestido al vacío, y así una y otra vez, perdiendo lo poco que le quedaba de aliento, y cada vez los humanos aplaudían, y torna a pensar que aplaudían su valor, por lo menos el odio, la ira, el encono que sentía hacia aquel trapo había disparado su adrenalina y de momento no sentía tanto dolor, no reparaba en el humano, el no era el objeto de su saña, era el trapo rojo a quien abominaba; a un momento dado el humano del trapo desapareció y él quedó solo en la arena, sangrando, por el costado y por la frente, el hilo de sangre que le corriera cuando recibió el golpe en el cacho se había hecho mayor y descendía libremente por su frente, ya había rebasado el lucero que latía como un corazón y mezclada sangre y sudor, al batir la cabeza hacia los lados, se le metía en los ojos produciéndole un ardor irresistible, ¿donde estaba papá Saúl?, ¿por qué aún no había acudido a su lado?, si estuviese aquí seguro que ya estaría curándole las heridas, mimándolo, acariciándolo... ¡no pudo seguir meditando!, sonaron las trompetas y apareció en la arena otro humano, también con traje brillante, llevaba en sus manos, en ambas, dos pequeñas varas de colores, adornadas con telas como en faralaes, como de cuarenta centímetros cada una, diez centímetros eran un metal afilado, aguzado, con punta de arpón, se aproximó lentamente, Lucero lo miraba, con mansedumbre, no se esperaba lo que venía, de pronto el humano corrió en su dirección y él corrió tratando de apartarse, que aquel humano como enloquecido no chocara con él, no se hiciera daño con el impacto y en su carrera presentó el lomo y al hacerlo, Dios, sintió que allí le clavaban aquellas dos varas, en el lomo, nuevamente el dolor, lacerante, penetrante, profundo, hiriente, se movió y aquellas astas también lo hicieron, no salieron, no resbalaron, al tener punta de arpón se quedaron dentro, diez centímetros de acero, de hierro, moviéndose dentro de sus carnes, desgarrándolas al mínimo ademán de movimiento, al más pequeño meneo; volvió el humano, nuevamente con varas, escuchó que las llamaban las banderillas, nuevamente la aproximación, la carrera y aunque esta vez trató de embestir, de defenderse, volvió a clavarlas y así hasta que clavó ocho, ocho, si, ocho, ¿como resistió?, ¿como no cayó vencido, derrotado?, no lo supo, gritó una pregunta: ¿no es el Dios de los humanos el mismo Dios de los toros?, ¿donde estás Dios?, ¡ayúdame!, recordó que no hablaba, y si lo hubiese hecho nadie, ni ese Dios por el que clamaba lo hubiese escuchado, los humanos gritaban, aplaudían, enloquecidos bebían y brindaban, con un estruendo que jamás había escuchado aclamaban y daban vítores y él, delirando de dolor y angustia, ya agonizante, seguía pensando que lo vitoreaban a él, que alababan su defensa, que lo respaldaban, ¡soy un toro! pensaba, soy un toro amado y muy bien cuidado, me tengo que defender como pueda, luchar para volver a ver a papa Saúl para que me cure y me lleve de vuelta a mi cuadra, a mi Hacienda, a pastar, a vivir los treinta años que me quedan, los treinta años de vida que me diseño la naturaleza… ¡y papá Saúl no aparecía!.

Sonaron nuevamente las trompetas y nuevamente apareció el humano del trapo rojo, esta vez el trapo era diferente, como más rojo y mas grande, el borde superior como más definido, más firme, menos ajado, se aproximó lentamente y sacó de debajo de aquel una espada, él las había visto en la hacienda y sabía del daño que podían hacer, sintió temor, más bien sintió pánico, intuyó que lo iban a matar, si eso sucedía ¿que pasaría con su carrera?, ¿que con los treinta años que aún tenía por vivir?, y el terror le infundió fuerzas, y sintió dentro de sí la fiereza de toro y embistió con todo su poder, con lo poco que aún tenía, buscando a aquel humano que quería acabar con él, y cabeza gacha corrió hacia el trapo que aquel mantenía frente a su cuerpo pero no lo encontró, al contrario, sintió como aquella espada penetraba limpiamente en medio de la cruz de su lomo y casi un metro de acero lo atravesaba, se paralizó de dolor, su respiración cesó, tenía un pulmón destruido, el corazón partido por la mitad dejó de latir, la sangre que no circulaba subió hasta su boca y le asfixió, boqueando sintió que sus rodillas delanteras se doblaban y suavemente se inclinó hacia la arena, luego se vencieron sus patas traseras y cayó, no sin antes oír los aplausos, lo habían masacrado y la gente aplaudía, entonces comprendió, los aplausos no eran para él, eran para quienes lo habían torturado y para quien le arrancaba la vida, entre tantos, tantos, humanos no había uno solo que lo ayudara, que lo defendiera, que impidiera tal atrocidad, y en los suspiros postreros escuchó que los humanos pedían a gritos rabo y oreja para su asesino, era la humillación final, lo iban a descuartizar aún vivo, agonizante, boqueando, era su mutilación, y en su última mirada, antes de que sus ojos se apagaran por siempre… vio a papá Saúl…estaba de pié, sobre un banco, alegre y era de los que más gritaban: Rabo y Oreja .

Hace más de dos mil años Saulo de Tarso rectificó, ¿es que no lo podremos hacer nosotros?
Si este cuento fabulado contribuye, amigo lector, a que sientas pena y respeto por los animales, muy especialmente por los toros de lidia, me sentiré profundamente satisfecho.

Por favor… No mas Tauromaquia...

Respeto a la vida misma, independientemente de la expresión que ésta tenga, humano… animal.

Carrizal, 26 de marzo del 2.009.



Video: "Buey y Toro" por Nataly Castro

2 comentarios:

Unknown dijo...

Roger, a pesar que en tu fabula por desconocimiento (o por querer de manera muy obvia exagerar la tortura que recibe el animal) narras una serie de torturas que no son ciertas, describes con bastante acierto como se desarrolla la VIDA DE UN TORO DE LIDIA. Tan cierta es tu descripcion en este aspecto que hay dos frases en el relato que pueden ser bastante graficas e ilustrativas "..un animal que siempre ha disfrutado de lo mejor...", "..soy un toro amado y bien cuidado...".
Si bien es cierto que el animal pasa 15 minutos una lidia donde ciertamente es picado, banderillado y muerto, no menos es cierto (como tu bien mencionas) que es un animal que vive no dieciocho meses, sino al menos cuatro anos (porque para poder ir a una plaza de toros a una corrida de la prensa como mencionas, o a cualquier corrida de toreros profesionales la edad minima para poder lidiar a un toro es de 4 anos), una vida realmente plena y satisfactoria, llena de cuidados y mimos por parte de sus criadores. Desearia cualquier animal vivo (para el beneficio humano) sobre la faz de la tierra (pollos, vacas lecheras, patos, cochinos, gansos, conejos, corderos, terneros de menos de 2 anos de edad, etc, etc,etc) tener una VIDA como la del toro de lidia y no la vida miserable a la que estan destinados desde el mismo momento de su nacimiento hasta su igualmente cruel y dolorosa muerte, con la unica finalidad de beneficiar al ser humano.

Anónimo dijo...

Maiteamano C.A.

RETRASADO MENTAL.

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